Nunca se me han dado bien las despedidas, lo siento como una gestión algo difícil de realizar. El estómago se me revuelve y me es desagradable tragar, respirar. Mi manera de decir adiós siempre ha sido cerrando la puerta. Mientras más rápido, mejor. Sin vuelta atrás. Sin mirar. A veces, incluso antes de que hayan dado los pasos hacia la salida. Aún recuerdo a mi hermana cuando, hace un par de junios, me dijo que debía mantener las puertas abiertas para todo aquel y aquello que quisiera entrar. Y que, tal y como llegue, permita que se vaya. Y que no me cierre, que no me aferre. Que fluya. Y yo la escuché como quien necesita unas palabras de aliento cada mañana. Lo recé por días, meses, años.
No suelo recibir llamadas de teléfono pero, de repente, una tarde mi móvil sonó. No era mi madre y dudé si responder (quien me conoce sabe que hablar por teléfono no es santo de mi devoción). Conocía a la persona, así que lo cogí. ¿Sí? Comenzamos a hablar y la conversación fluyó hacia temas a los que jamás habíamos llegado. La vida. Viniendo a cuento, me dijo las mismas palabras que Ángela tres años atrás. Me quedé de piedra. Yo no soy de aferrarme y tampoco me cuesta decir adiós. Las despedidas, sí. Quizá sea porque siempre pensé que en tan solo segundos mi vida podía volar —de nuevo— por los aires, o por mi incontrolable miedo a hablar desde el corazón. A decir las cosas. Y que me escuchen.
Me gusta mirar hacia arriba. Empecé a hacerlo en cuanto puse un pie en Madrid. Esta ciudad sigue siendo un paseo agradable, aunque las noches se hagan más largas, corra una brisa más fría y en mi bolso lleve un pañuelo por si acaso. Y un jersey. Y un paraguas (o dos). Sigo viviendo cerca del Palacio Real, aunque ahora mis libros descansan en otras estanterías, mis plantas están más verdes y tengo un elefante de esparto presidiendo el salón. Estuve días sin dormir, y es que, como diría Vetusta Morla, “fue tan largo el duelo que al final casi lo confundo con mi hogar”. Mi hogar se vació en un chasquido de dedos. Hay decisiones que se toman aunque no quieras. Aunque duela. Y esta, era una de ellas.
La primera vez que entré sola en estas nuevas cuatro paredes mi nuevo vecino escuchaba Viva Suecia y, concretamente, la canción que no he dejado de escuchar en todo el verano. “La verdad es que nada es tan importante”. Creo que no fue una coincidencia. O eso quiero pensar.
Una nueva oportunidad, una nueva puerta abierta, una luz encendida. Ahora veo el atardecer desde mis ventanas. En fin, la vida.
Marta Osuna.
Buenos días, Marta.
Muy bonito y sentido el texto.
En particular, me ha gustado el consejo de mantener abiertas las ventanas.
Lo hago mío a partir de ahora.
Muchas gracias y mis mejores deseos.