Fue un golpe de aire el que de repente abrió mi ventana y voló todos los folios que tenía en mi mesa. Todos los bocetos, palabras y notas que escribo sin parar y que algún día llegarán a puerto. Lo prometo. No lo esperaba, como tampoco esperaba este sol que se ha hecho con todo nuestro cielo. Las mejores cosas aparecen de repente para recordarnos que no tenemos el control de nada.
Hace un mes me senté en una banca y puse el móvil en modo avión. Escuché que a lo largo de nuestra vida experimentamos dos tipos de alegría. La primera, la alegría momentánea. Esa efímera que, tan pronto dejas de estar en lo más alto, caes en picado, porque no es real. Tan solo dura unos minutos, unas horas. Luego, irremediablemente, volvemos a nuestro estado de ánimo habitual. Sin embargo, hay otro tipo de alegría mucho más constante, profunda y difícil de alcanzar. La que se intuye en el pecho. Una alegría silenciosa que da calma, que serena el corazón. Como ese rayo de sol que aquel día tocó mi piel y se fue expandiendo por todo mi cuerpo, llegando hasta a los rincones más oscuros. Yo no tenía ni idea, pero desde ese día he pensado mucho en este tipo de alegría. No sé si os ha pasado, pero yo, desde hace un tiempo para acá, lo veo todo distinto. Quizá sea la primavera, retomar el hábito de la lectura o no sé, pero mi cuerpo se ha relajado y me gusta esta sensación.
Empiezo a valorar el silencio. Durante muchos años viví llena de ruido, un sonido abrumador que empezaba muy temprano en la mañana y seguía hasta que conseguía dormir. Un runrún que no cesaba, que no descansaba. Mi cuerpo quería gritar, pero mi rostro era tranquilo. Y ese sonido, cuando prestas atención, se deja entrever.
Me gusta el silencio. Un silencio agradable que me permite escuchar todo lo que ocurre a mi alrededor. Creo que este llegó en el mismo momento en el que conseguí alcanzar esa sensación de alegría serena. Me cuesta poner en palabras todo esto, pero, si miro hacia dentro, lo único que siento es gratitud. Hacia mí, hacia ti, hacia todo lo que me rodea. Solo deseo que todos lleguéis a ella y os quedéis ahí para siempre.
Creo en las casualidades. Hay semanas que vuelan y otras que parecen vidas enteras. Y, de repente, cuando menos lo esperaba y más cansada estaba, un concierto de Valeria Castro en Gran Vía, una (y varias) cervezas improvisadas, los reencuentros, las buenas noticias, el olor a jazmín en pleno Malasaña, el FaceTime con mi abuela, regalar libros, los vestidos de verano, el lino, las flores, mi asiento en el autobús, andar descalza, el pelo mojado. Todo eso que tanto me gusta.
Yo no confiaba en que algún día haría bueno y mira ahora, que hace un sol que quema.
Marta Osuna.