El lujo era otra cosa
Y me di cuenta de que, quizá, el lujo era otra cosa.
Durante muchos años he ido de puntillas por la vida obviando todo lo que tenía a mi alcance, como si lo que habitaba a mi alrededor no tuviese importancia, no tuviese valor. Pero vaya si lo tiene. La tranquilidad de un domingo por la mañana, el primer café del día, el olor al gel de mi abuela.
El lujo, el verdadero, no se compra, ni se busca. Simplemente aparece, de repente. Está entre nosotros. No se esconde, no duele. No es maximalista, ni minimalista. Simplemente está, es visible. Tranquiliza, sorprende.
El lujo de una conversación sobre una mesa en el caos de Madrid bajo un sol que quema. O una lluvia fina, como quieras. Está en unas manos que arropan, un beso y un abrazo. El verdadero lujo se intuye, se palpa. Como esa bocanada de aire fresco, así es como se siente. El lujo se fundamenta en la risa, la paz, el silencio. Es honesto, alegre y amable. Sin esto, no hay nada en esta vida. Y, cuanto menos, lujo. La buena compañía, un atardecer frente al mar o entre los edificios de las avenidas. Es volver ya de noche a casa con la luna de fondo, un plan inesperado o los nervios previos. El lujo es verdadero, sencillo, cercano.
El auténtico lujo late fuerte. Se reconoce por esa serenidad en el alma, esa pureza clavada en el pecho. En unos ojos sinceros. No entiende de horarios, ni de días, ni de horas. Llega arrasando con todo para darnos el respiro que hoy nos salva.
Marta Osuna.